El pasaje al acto

La médica psiquiatra Adriana Meléndez y el psicoanalista Diego Zerba, quienes junto a otros profesionales dictarán la semana próxima un seminario sobre la temática, adelantan aquí los ejes centrales de un problema silenciado. Motivaciones, el lugar de la familia, el posible contagio, los síntomas.

Muchos amantes del cine argentino recordarán que De eso no se habla fue una película dirigida por la recordada cineasta argentina María Luisa Bemberg. Pero el título puede aplicarse a diversas temáticas que suceden en la vida real. Sin llegar a ser un tema tabú, poco o casi nada se habla de suicidio infantil. La llegada de un hijo renueva las esperanzas de una vida plena cuando los padres desean formar una familia. Y con el niño pequeño la familia atraviesa momentos felices, agotadores y tristes, pero se dan en un marco de una saludable convivencia. Pero cuando las cosas no funcionan la negación está a la orden del día. Y la negación en los padres de los chicos que se suicidan suele ser una característica recurrente y premonitoria de un desenlace trágico.

¿Por qué? “Desde el lugar de la familia porque tiene que enfrentarse con una realidad que es el preguntarse: ‘¿Qué tengo que ver yo con esto?’ Por otro lado, desde el sector del Estado, con la falta de políticas públicas, la inequidad y todos los problemas que se suscitan hacen que se valide el suicidio”, entiende la médica psiquiatra Adriana Meléndez, jefa del Servicio de Día del Hospital Infanto Juvenil Tobar García, docente de la carrera para médicos especialistas en Psiquiatría Infanto-Juvenil de la Universidad de Buenos Aires y también profesora del posgrado Psicoanálisis con niños y adolescentes. El psicoanalista Diego Zerba, también ensayista y profesor adjunto regular en la materia Psicología, del Ciclo Básico Común de la UBA, también tiene su opinión al respecto: “En el plano particular, un padre que pierde un hijo tiene que empezar a preguntarse dónde estuvo hasta el punto en que esta situación se produce porque, efectivamente, el pasaje al acto que, en última instancia, es el suicidio implica que previamente hubo avisos a partir de los acting out, puestas en escena que fueron desoídas”, señala Zerba, quien junto a Meléndez y otros profesionales formarán parte del equipo que dictará el seminario gratuito Los niños se suicidan, organizado por la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (ver recuadro).

–¿Son muy diferentes los motivos que llevan a los niños a suicidarse de aquellos que impulsan a los adultos?

Diego Zerba: –Esa pregunta amerita plantear el lugar del cuerpo. Cuando el niño jugaba con mayor asiduidad, estas situaciones eran más improbables. ¿Por qué? En la actualidad, con la cultura digital, el niño juega muchísimo menos. Esto no es ninguna novedad, pero sí merece tomarse en cuenta para analizar algunas consecuencias. Los videojuegos no permiten que el niño invente con el jugar. En última instancia, el juguete, en su condición de tal, supone la posibilidad de que el niño invente algo con eso, no un uso ya determinado. Hoy en día, el juguete para niños que está en el mercado, además de estar dividido por franjas etarias, está directamente dirigido para un uso exclusivo y no para que el niño haga otras cosas con eso. En el caso específico de los videojuegos uno encuentra que el niño no juega sino que interactúa. Hay una lógica determinada que se le impone al niño, sin que él pueda hacer mucho con eso, salvo subordinarse. Y ahí es cuando el niño queda, en cuanto a su cuerpo, descolgado de ese anudamiento que le permitía articularse con lo simbólico y lo imaginario. Entonces, en este modo de cultura actual basado en la informática y en el digitalismo es donde el niño está más proclive a caerse. El niño interpela a un adulto, el adulto está distraído y esta posibilidad de caerse de escena está mucho más a la mano.

Adriana Meléndez: Hoy estamos atravesados por la cultura de la imagen. El hechizo de la generación de imágenes nos cautiva y nos integra a ellas sin palabras. Esto tiene serias consecuencias. Por otro lado, estamos atravesando vivencias que antes eran una excepción y hoy son una cotidianidad: pérdida de grupos de referencia y pertenencia, duelos, cuestiones de indefensión. En todas, el denominador común para el niño y el adolescente es el trauma que, a corto o largo plazo, va a dar esta exigencia tan grande para el psiquismo que no puede hacerle frente y acá se produce el quiebre y el pasaje al acto. El pasaje al acto es el fuera de escena que lo conduce a la muerte.

–¿Los niños que cometen un acto suicida desean terminar con su vida o, en realidad, con el dolor que les genera la situación que están atravesando?

A. M.: –Por las experiencias que tuve, muchos pacientes dicen que quieren terminar con su vida. La verdad es que son situaciones muy dolorosas. Que un niño de diez años diga: “Yo no quiero vivir más”, es muy fuerte. Y hay algunos que no lo dicen, que no lo saben pero que todas sus actitudes conducen a eso. Hay chicos que no lo pueden poner en palabras y se manifiestan con los síntomas. Y síntomas que, por ahí, enmascaran ciertas cuestiones porque en los niños no se da quizá como en los adultos que se deprimen, que se tiran. Muchas veces hay excitaciones, son chicos que no paran. Entonces, uno no cree muchas veces que están deprimidos. Y esto es una manifestación de una depresión. Hay otros que sí lo manifiestan. Tenía un paciente que decía: “Yo me quiero morir”. Dejó de comer durante muchos meses para morir.

–¿Cómo aprende un niño qué es el suicidio?

D.Z.: –Yo diría que el niño es aprendido por el suicidio. En ese punto, la posibilidad de decidir en una situación de esas características no es, como se la presenta muchas veces retóricamente, la drástica decisión. Es una caída. En un artículo que escribí planteo que estamos ante una subjetividad que se la denomina: “Los chicos”. ¿Y qué entra en “los chicos”? Muchas cosas: los latentes que ya no lo son y que entran a la adolescencia muy tempranamente y los grandulones que salen de la adolescencia muy tardíamente. Entonces, esa franja enorme es la que uno puede encontrar como caldo de cultivo para esta situación que aparece ahora con cierta frecuencia. Y aparece de una manera curiosa, sobre todo en los adolescentes propiamente dichos: como brotes epidémicos y mucho también en ciudades del interior. Esta cuestión del brote y del contagio, ya desde los tiempos de Romeo y Julieta, la ficción de Shakespeare, es muy importante. Y lo es en el contexto que tanto hemos subrayado sobre el cuerpo en esa franja etaria cada vez más amplia.

–Si hubo un suicidio en la familia, ¿es posible que el niño lo repita no por una cuestión hereditaria sino porque lo aprendió?

A.M.: –Esto se pregunta mucho en psiquiatría: si hay antecedentes. Y se pregunta por la cuestión hereditaria, pero más que nada porque esto no se hereda. Quizá sí la predisposición y ciertas cuestiones caracterológicas. Pero es posible. Además, un niño, si bien no lo sabe, lo sabe. Hay un no decir “dicho”, ese “De esto no se habla” que un niño termina sabiendo.

–¿Es posible que algunos casos se produzcan como un intento desesperado por llamar la atención hacia los sentimientos de maltrato que el niño experimenta?

D. Z.: –El pasaje al acto es la interrupción de la espera, del tiempo de comprender, tomando la categoría de tiempo lógico. Entonces, lo que uno puede observar muchas veces no es tanto el maltrato en el sentido del ataque físico o verbal sino algo mucho más amplio. Por ejemplo, puede presentarse con la indiferencia. La indiferencia es uno de los peores maltratos que se le puede infligir ya no a un niño sino a cualquiera. Eso ocurre muy frecuentemente en estas familias destituidas que hoy encontramos en esta época tan complicada que estamos viviendo.

A. M.: Es el no lugar a ese niño y es un niño desvalorizado. Por eso es importante una consulta temprana porque muchas veces ese niño está pidiendo a gritos que lo miren. Muchas veces estos chicos que se mueren y que no paran, están pidiendo: “Mirame”. Estos accidentes a repetición que tienen están diciendo, de alguna manera: “Me podés perder, mamá”. Consultando es la única forma de prevenir ciertas cuestiones.

–¿Es frecuente que los padres de los niños suicidas padezcan alguna enfermedad mental o no necesariamente una cosa lleva a la otra?

A. M.: –No sé si una enfermedad mental, pero para que un pibe se deprima e intente suicidarse algo tiene que estar pasando con estos padres. Por eso digo que la negación está en no preguntar: “¿Qué está pasando acá conmigo?”. Sí o sí algo está pasando con estos padres.

–¿Puede influir la depresión materna como un estímulo para el pesimismo, la desesperanza y la falta de motivación?

A. M.: –Sí, por supuesto. Es muy común la hiperactividad de los chicos con madres depresivas. Se mueven muchísimo para decirle: “Mamá, levantate, ocupate”. Hay absoluta relación.

–¿Cómo influyen en una conducta suicida la sobreprotección, la permisividad y la falta de autoridad?

D. Z.: –La destitución de la familia como institución instituyente del niño moderno hace que los padres tengan que criar a sus hijos sin ninguna condición estatal que los soporte, como ocurría hasta hace pocas décadas. La responsabilidad de los niños a cargo de los padres o del contexto de crianza que queda a su alrededor es absoluta. Entonces, es una situación muy complicada. Los padres siempre están preguntando a profesionales, a personas supuestamente capacitadas para que los asesoren y no hay lo que en otros tiempos existía: la relación con la familia ampliada, la amplitud de una red social no virtual sino territorial. Eso trae consecuencias en cuanto a la vulnerabilidad de los que están a cargo como adultos de la crianza de los chicos. Ese es un punto muy crucial.

–¿Creen que la escuela es un lugar que debería servir de contención o de llamado de atención a los padres dado que una crisis suicida en la infancia se observa en el rendimiento escolar y en el comportamiento del niño en el colegio?

A. M.: –El lugar de la escuela es fundamental porque es ahí donde se encuentran muchas manifestaciones. El problema es que hay muchos niños en las aulas y, a veces, las maestras no dan abasto. Tengo un paciente que está en una clase con treinta y pico de alumnos. El nene no está bien, en la escuela tienen muy buena voluntad, son continentes pero, de pronto, utilizan estrategias que quizás no sean buenas para ese niño porque lo mandan a un grado a ayudar, a otro grado a ayudar y el niño se transformó en un itinerante que no hace lazo con sus propios compañeros y está cada vez más excluido. Lo ideal sería que puedan conversar interdisciplinariamente con el resto para pautar acciones y para que ese niño pueda reconocerse en ese lugar y con esos chicos y hacer lazo con sus compañeros. Muchas veces, por falta de tiempo o de otras cuestiones no se puede tramitar todo eso. Pero la escuela es un lugar importantísimo. Ahí también se resuelven muchísimas cosas, pero ya sabemos también lo que pasa con la educación. La educación y la salud son las cosas que en este momento están peor y hay mucha falta de políticas públicas en estas cuestiones. Y el hilo se corta por lo más delgado: los niños.

–¿Un niño tratado clínicamente puede curarse o siempre va a ser un suicida potencial?

A. M.: –Creo que puede tener un buen devenir. Pienso que sí. El niño que hace más tiempo que traté fue quince años atrás y está perfecto. Fue el niño más grave que traté y hoy está muy bien. Hoy estudia, se está por recibir de profesor de gimnasia y trabaja.

D. Z.: –Uno de los aspectos que más se ponen de relieve ante toda idea de suicidio es la prevención. En realidad, prevenir un suicidio es imposible porque como pasaje al acto tiene que ver la contingencia más que con la necesidad de una personalidad orientada por ese sesgo. Entonces, lo que sí podemos pensar como prevención es la transferencia. Cuando alguien está en un análisis o en cualquier práctica clínica, incluso educativa, y tiene una transferencia importante con aquel que está realizando esa práctica es muy difícil que se suicide, salvo que el que conduce la práctica en cuestión se corra de la transferencia. Por ejemplo, que se angustie cuando el niño o el adolescente hablan de suicidio. Entonces, llama a los padres, a los maestros, a todos los que tiene a su alcance para que lo atiendan en su propia angustia más que seguir sosteniendo la transferencia, que es lo que puede prevenir, lo único que puede prevenir una posibilidad de suicidio.

A. M.: –Otra cosa que me parece importante es que el profesional que está tratando a ese niño sea artesanal con su paciente. Y que muchas veces salga del propio encuadre y de la propia ortodoxia y busque estrategias nuevas y diferentes. Por ejemplo, los chicos no tienen muchas ganas de seguir el tratamiento a pesar de que haya una transferencia importante. Entonces, se puede cortar y volver en los momentos de crisis. Hay muchas cosas diferentes. Lo importante es que el profesional salga del encuadre y que al pibe le genere ganas, confianza y otras cuestiones. Por eso, nosotros tenemos que poner el cuerpo de otra manera. Con estos chicos la demanda es diferente y nosotros tenemos que generar otras cosas.

–Hay quienes dicen que el que se quiere matar no avisa. ¿Esto es un mito alimentado por cierta ignorancia colectiva?

A. M.: –No puedo hablar de ignorancia colectiva pero es uno a uno: a veces, avisan y, a veces, no. Depende de la estructura de cada uno.

D. Z.: –La contingencia tiene mucho que ver. Es cierto que cuando distintos acting out o la tendencia antisocial orientada a la impulsividad pone en imágenes lo que le está pasando a la criatura y la distracción del adulto en no estar a la altura de ese momento de esperanza, como lo decía  Winnicott, hace que haya una consecuencia más grave: el pasaje al acto.

Entre la confrontación y el goce de acosar

Las situaciones de crítica y choque que suelen surgir en la escuela durante el recreo o en las clases a la vista del profesor, si bien no hacen parte del comportamiento esperado por los educadores y por ello se consideran causal de un llamado de atención por indisciplina, son homólogas al acoso escolar, pero no tienen la misma estructura y por lo tanto para nada son lo mismo. En la misma fenomenología descriptiva del acoso escolar realizada por los pedagogos que se han ocupado de investigarlo, se dice que las acciones agresivas son calculadas, sistemáticas y siempre se dirigen “hacía el mismo blanco, que no hizo nada para ser atacado”.[1] Dicho blanco tampoco hace nada para dejar de ser atacado, pues una acción a este nivel implicaría una iniciativa que sin duda comporta un peligro: la cuestión a calcular es si el peligro de reaccionar es menor al peligro que se corre diariamente mientras no se haga nada.

En la definición que se acaba de evocar, vemos la introducción de cuatro elementos: el cálculo anticipado de dañar al otro, la repetición sistemática del daño, la permanencia del objeto al que se dirige la agresión y su indefensión. En esta fenomenología sin duda hay un goce en juego, bastante evidente en el acosador, pero muy oculto en el acosado. Este aparece como si nada tuviera que ver con lo que le sucede, pues el abuso del que es objeto se liga con un rasgo de indefensión: nada hace  para provocar el acoso y menos para defenderse. ¿Cómo explicar que el agresor se vea motivado justamente por aquello que se constituye en un inhibidor para quienes habiendo legitimado una autoridad han integrado la compasión en sus relaciones sociales?

II

Cuando se dice goce, lo que entra a dominar en la relación del agresor con el objeto gozado ya no es la compasión sino la fascinación pasional por dañarlo en tanto aparece colocado en un lugar de debilidad. Esto se presenta bajo el influjo de lo que Lacan denomina en su texto de Criminología “una creciente implicación de las pasiones fundamentales del poder, la posesión y el prestigio, […]”.[2] Se trata de un empuje a someter que aparece colocado al orden del día en los ideales del discurso del capitalismo, empuje que emparenta este modo de organización social con un totalitarismo disfrazado de democracia participativa. Si en el capitalismo de hoy lo común es que todo aquel que asume un lugar de dirección o de poder desacredite la autoridad y viva a un paso de la criminalidad, la proliferación del acoso que por negar la pauta del Otro en el lazo escolar ¿podemos hipotéticamente colocarlo del lado del goce femenino? Eso que insiste y resiste encuentra en esta desacreditación de lo simbólico uno de sus soportes fundamentales.

La falta de respuesta por parte de la víctima del acoso,  los expertos la explican como un efecto de su fragilidad, indefensión y miedo. El blanco del ataque pasa a ser un proscrito del colectivo por quedar localizado en el lugar del objeto de burla, humillación y acoso. Teniendo en cuenta que el par del niño en la vida escolar, por ser una especie de alter ego fácil de confundir con el ideal del yo tiene un valor cautivador, verse no solo segregado sino también acosado por aquel que de cierta manera le permite situar su relación libidinal con ese mundo escolar, puede tener como efecto ya no saber cómo estructurar su ser en relación a ese lugar en donde transcurre su vida cotidiana.

Dado que el niño ve su ser libidinal “en una reflexión en relación al otro”[3] localizado como ideal del yo, se comprende que al verse acosado se sienta desgraciado y no quiera volver más a la escuela por no saber cómo reconocer sus propios deseos y menos cómo hacerlos reconocer ante los otros. No tener la menor idea acerca de cómo hacer valer lo que quiere, se constituye, a nuestro modo de ver, en la debilidad fundamental del niño acosado.

Desde el punto de vista sociológico, la repetición de las agresiones contra el mismo blanco, se explica por un ejercicio de la fuerza aprovechándose de la  debilidad del otro. Siendo esto indiscutible, dejan sin explicar el aspecto subjetivo del problema, que por no ser visible a primera vista hay que inferirlo. Aquí es cuando tenemos que servirnos de un concepto lacaniano ajeno a la sociología: el concepto de goce.

III

El goce, en tanto se trata de una satisfacción que está más allá del placer de la camaradería, estará encarnado en la escuela por un sujeto que no se presenta sujetado a las representaciones simbólicas que rigen el lazo escolar, sino más bien radicalmente separado de las mismas, como si nada de la normatividad allí vigente lo limitara en tanto no lo representa. Esto  permite afirmar que las tensiones criminales incluidas en la situación escolar se vuelven patógenas, no por el hecho de verificarse una superioridad objetiva del agente y una  fragilidad de la víctima, sino porque a dicha tensión se agrega un goce del cuerpo  asociado al hecho de insistir en mantener a la víctima en un estado permanente de sometimiento.

Del sometido tampoco podemos decir que se ve representado, apenas “podemos afirmar que es a”[4] Del acosador podemos decir que es la ley, se  comporta como si sobre él no hubiera caído la barra del significante que limita su goce. Es por esto que se ensaña en el asedio del otro más débil colocándolo en el lugar de un desecho que está ahí para ser gozado como al Otro le venga en gana.

En el acoso escolar ya no se trata más de una relación fantasmática con el goce que permite mantenerlo relegado a lo imaginario, sino de una relación en la que por intervenir directamente la pulsión “se establece en la dimensión real”.[5] Aquí se trata de la puesta en acto de lo que podría llamarse la otra satisfacción, pues la víctima es reducida a ser un desecho como si de esta manera quien ocupa el lugar del agente pudiera colmarse y ser feliz. Es porque el niño acosador se comporta como si sobre él no hubiera caído la barra de la castración que podemos decir que encarna la anarquía de las pulsiones más elementales, y es así como sus comportamientos, su modo de relacionarse con sus pares en tanto objetos reales de goce, dan cuenta que el medio escolar no está hecho a la medida de todos los niños para que se desenvuelvan felizmente, mantengan entre ellos la distancia conveniente, encuentren allí una guía para la vida y unos significantes que le sirvan de referentes para hacerse  representar.

El concepto de goce nos permite diferenciar la estructura de la relación llamada acoso de la rivalidad imaginaria y de la relación Amo–esclavo, tal como es planteada por Hegel. La relación Amo-esclavo, si bien supone una tensión y también implica un temor, éste no se asocia al horror sino al respeto e incluso al amor. Piensen, por ejemplo, en el temor de Dios. El temor de la víctima del acoso es distinta al temor de Dios por parte del creyente, pues  se emparenta con la expectación ansiosa relacionada con la sensación de ser constantemente acechado, sensación caracterizada por lo que denomina Lacan “terrores múltiples”, que evoca un sentimiento multiforme, confuso, de pánico.

El temor de Dios, lejos de fundar el horror por sus constantes malos tratos, dice Lacan que es soporte de la fundación de “una tradición que se remonta a Salomón, es principio de una sabiduría y fundamento del amor a Dios. Y además, esta tradición es precisamente la nuestra”.[6]  Aquí es notable una cierta función restitutiva y por ello no es posible hablar de violencia así intervenga el poder de uno más fuerte sobre otro más débil, pues la violencia en lugar de fundar aniquila, siembra desolación y descompone.

La dimensión positiva del temor a Dios consiste en que, gracias a su poderío, los temores innumerables a los que está expuesto el ser humano, el miedo de todo lo que ocurre, son reemplazados “por el temor de un ser único que no tiene otro medio para manifestar su potencia salvo por lo que es temido tras esos innumerables temores, […]”.[7] Este temor a realizar la erección de un Otro terrible que podría gozar sometiéndolo de forma despiadada sin duda es fuerte en un hombre de fe, pero la ventaja que tiene relacionarse con esa potencia divina está en que, por un lado, “recubre el horror que existe”[8] y, por otro, no excluye el coraje del creyente.

El niño víctima de acoso es común que aparezca excluido del coraje, es alguien sin agallas, sin valentía, pues al parecer no pocas veces prefiere suicidarse “para descansar” en lugar de enfrentarse al riesgo de seguir viviendo. La repetición al infinito del acoso se ve favorecida por esta posición de cobardía, que abarca el campo sexual porque es común que tampoco el niño sumiso que es acosado tenga la menor idea acerca de cómo aproximarse, de cómo hablar a una niña de su misma edad, que precisamente representa ya para él la alteridad.

Twitter: @JornadasNELima

Notas:

[1] Cléo Fante, “Cómo entender y detener el bullying y ciberbullying en la escuela”, óp., p.13

[2] Jacques Lacan, “Funciones del Psicoanálisis en criminología”, óp., cit, p.137

[3] Lacan Jacques, El seminario, Libro 1, “Los escritos técnicos de Freud”,óp,cit,p.193

[4] Jacques-Alain Miller, Los signos del goce, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 243.

[5] Ibíd, p. 240.

[6] Jacques Lacan, El seminario, Libro 3, La psicosis, óp.,cit,p.381

[7] Ibíd

[8] Ibíd