Notas sobre el acoso escolar, una perspectiva psicoanalítica

La idea de acción lacaniana, introducida por Jacques-Alain Miller, plantea como objetivo la incidencia de la orientación lacaniana en los ámbitos políticos y sociales a través de la política propia del psicoanálisis, que no es otra que la política del síntoma.

La frase de Lacan: «Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época» [1] alude a eso mismo. Como recordaba Miquel Bassols, se trata de una cuestión ética: «Allí donde está la subjetividad de la época, allí el analista debe advenir». [2]

Leer los síntomas contemporáneos a partir de estas indicaciones nos permite situar el estatuto de esos síntomas de otra manera que la propuesta por la psicosociología o el cientificismo al uso.

¿Qué nos enseña, pues, el psicoanálisis sobre el bullying, tomado como fenómeno social actual? Sin ánimo de exhaustividad quisiera plantear algunas tesis verificadas a través de una investigación entre varios publicada recientemente como Bullying. Una falsa salida para los adolescentes. [3]

¿Síntoma o trastorno?

La infancia y la adolescencia son deudoras de un discurso organizado a partir de significantes y modos de goce que las orientan y cuya mutación es evidente. La adolescencia tradicionalmente ha sido un tiempo de iniciación, marcada por sus ritos en una secuencia clásica: separación familiar, exposición a pruebas y asunción de la identidad adulta. [4] La tradición católica tenía un modelo de hacerse adulto: Jesús entre los doctores. La voluntad de obedecer al padre proporciona la dignidad de hacerse mayor y responsable.

La ciencia, sustitutiva de la religión, impuso otro criterio. [5] Estableció una norma según la cual el desarrollo de un sujeto iba de las etapas infantiles (subdesarrollo) hasta las de la madurez adulta. Cada etapa tenía sus exigencias y eso permitía la clasificación, previa contabilización y evaluación exhaustiva de las performances de un sujeto. Las categorías resultantes constituyen clases homogéneas, algunas marcadas por el déficit (TDAH, Mujeres maltratadas, Fracasados escolares, Homeless, TLP, etcétera) y establecidas desde fuera sin que al sujeto se le pida su opinión ni se le haga responder sobre sus impasses con el cuerpo y sus satisfacciones.

Se habla en su nombre y así se las infantiliza obviando su responsabilidad: «De nuestra posición de sujeto –dice Lacan– somos siempre responsables. (…) Ese hombre será allí el primitivo (…) del mismo modo que el niño desempeñará el papel de subdesarrollado, lo cual enmascarará la verdad de lo que sucede de original en la infancia». [6]

El tiempo de duración era un tiempo de latencia necesario para comprender ese nuevo real del cuerpo púber. Hoy ya no se trata tanto de hacerse adulto sino de correr rápido para obtener el máximo beneficio y evitar el pánico de quedarse el último o permanecer al margen. Hoy ser invisible o un pringao es un problema vivido como una tensión que empuja a designar un chivo expiatorio. [7] Se trata de ser el más popu, el más astuto, desinhibido. Ser normal y tener una imagen agradable. En esta carrera hiperactiva se anula el tiempo para comprender, la espera, y de esta manera se comprime la infancia, reduciéndola y apresurándola. No es por casualidad que, según un reciente dato de la ONU, los chicos de 12 a 17 años son el grupo que más porno consume en la red. [8]

Los datos del acoso en primaria (8-10 años) son ya un síntoma de esta prisa, al igual que la epidemia del TDAH. Síntoma de esa pasión por la ignorancia que no soporta la espera, el vacío, el aburrimiento y trata de llenar rápidamente todos los intervalos. Los gadgets anulan el espacio/tiempo, coordenadas de la modernidad, y nos ordenan la vida como si el correr fuera nuestro ideal supremo. Frente a este imperativo surgen los síntomas: lentos, empanados, desatentos, raros. [9]

El bullying o acoso escolar es un síntoma –no un trastorno a eliminar– a leer en esos cuerpos agitados e hiperactivos. ¿Qué habría de nuevo en nuestra época para explicar las formas actuales que toma este fenómeno? Sin ánimo de exhaustividad podemos aportar cuatro causas a considerar:

1. El eclipse de la autoridad encarnada tradicionalmente por la imago social del padre y sus derivados (maestro, cura, gobernante). No se trata tanto de ausencia de normas –»haberlas haylas»– sino de valorar la autoridad paterna por su capacidad para inventar soluciones, para transmitir un testimonio vital a los hijos –a esos que como Telémaco, hijo de Ulises, miran el horizonte escrutando la llegada de un padre que no acaba de estar donde se le espera–, para acompañar al hijo en su recorrido y en sus impasses.

2. La importancia creciente de la mirada y la imagen como una nueva fuente privilegiada de goce en la cultura digital. Junto a la satisfacción de mirar y gozar viendo al otro-víctima hay también el pánico a ocupar ese lugar de segregado, quedar así invisible, overlooked. [10]

3. La desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales. En un momento en que cada uno debe dar la talla, surge el miedo y la tentación de golpear a aquél que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada uno en la construcción de su identidad sexual.

4. El desamparo del adolescente ante la pobre manifestación de lo que quieren los adultos por él en la vida y la subsecuente banalización del futuro. Esta soledad ante los adultos y la vida supone una dificultad no desdeñable para interpretar las fantasías y las realidades que puede llevar al extravío y a la soledad. Entre los refugios encontrados en los semejantes, la pareja del acoso es una solución temporal.

La escena del acoso: cuatro elementos y un nudo

El acoso es un cuerpo a cuerpo en el que participan varios. No es una cuestión de dos (el matón y su víctima) y por tanto no es reducible a una violencia puntual ejercida desde una posición del poder. Hay una intencionalidad agresiva que propone un destino a la pulsión sádica; una continuidad de la escena fija con efectos perdurables y huellas a veces indelebles y un desequilibrio acosador-acosado marcado por la falta de respuesta de la víctima, por su inhibición ante ese acoso.

La escena del acoso incluye al acosador, la víctima, los testigos y el Otro adulto (padres, docentes) que no está pero al que se dirige también el espectáculo. Lo que los embrolla, es la subjetividad y sus impasses, que pasa básicamente por hacer algo con el cuerpo que se les presenta como un imperativo en tanto extraño y altero. Es el «estar rayado» o el «no sé qué me ocurre, es como si estuviera muerto por dentro». [11] El cuerpo se les revela como un misterio, pero un misterio que habla y esa extranjeridad (Otredad) los perturba e inquieta. Lacan lo anticipaba en 1967 cuando, en una de las clases de su seminario, decía: «El Otro, en última instancia y si ustedes todavía no lo han adivinado, el Otro, tal como allí está escrito, ¡es el cuerpo!» [12]

De allí que la acción resulte inevitable y manipular el cuerpo del chivo expiatorio bajo formas diversas –ninguneo (dejarlo de lado), insultos (injuriarlo), agresión (golpearlo)–, sea una solución temporal para calmar la angustia. Para los testigos es crucial no quedar del lado de los pringaos, aquellos designados como chivos expiatorios. La escena del acoso es una escena que daría acceso a un cierto goce del cuerpo del otro a través del grupo. [13] Por supuesto, que hay otras «manipulaciones» como los consumos (drogas, comida), el adelgazamiento o musculación, el tuneado del cuerpo, las conductas de riesgo, la exploración sexual.

¿Crueldad o violencia?

El acoso es, descriptivamente, un fenómeno violento ya que supone forzar al otro, pero es más interesante para nosotros resaltar lo pulsional que conecta la intención agresiva con las demandas del cuerpo. A esa conjunción le llamamos crueldad como un destino que damos a la pulsión sádica.

Reducirlo a violencia complica las cosas y puede resultar engañoso por dos razones a evitar. La primera, que al generalizar el significante «violencia» y equiparar fenómenos muy dispares (violencia de género, guerras, mafias), estigmatizamos a sus autores: «Jóvenes violentos».

La segunda es que en el acoso se trata de una falsa salida temporal. Falsa porque no resuelve el impasse de cada uno con su sexualidad, lo desplaza momentáneamente a otro. Y temporal, porque es algo que va a encontrar luego otro destino a esa pulsión sádica, fuera del acoso. Mejor o peor, pero diferente. No hay casos de acoso pasados los 16 años.

Eso explica la diferente vivencia que tienen los participantes en el acoso. Para la víctima es un traumatismo (troumatisme) que guarda en secreto y deja huella durante mucho tiempo. Una joven acosada durante tiempo, principalmente en los vestuarios, nos comenta cómo se sentía: «Soy el objeto que alguien olvidó en el vestuario».

Para los acosadores y testigos, en cambio, puede ser un recuerdo adolescente más o menos culposo. La rabia es un afecto que encontramos a menudo en los testimonios clínicos y literarios [14] y que pervive durante décadas como el testigo de ese acontecimiento traumático.

¿Por qué callan las víctimas?

El silencio de las víctimas y la ceguera de los adultos (padres/docentes) tienen que ver, sin duda, con el miedo (externo), pero, sobre todo, está ligado a algo más consistente, porque es más opaco y desconocido para todos, algo, sin embargo, muy íntimo. Esa escena pone en juego el fantasma particular y el goce asociado para cada ser hablante. La vergüenza es un afecto habitual entre los acosados que los empuja al mutismo, a veces, para siempre.

Pero, al igual que reflejan los testimonios de muchos supervivientes de la Shoah (Levi, Semprún, Kertész), hace falta un tiempo para que puedan responder de ese suceso traumático. Elegir vivir es una opción que implica callar sobre esa vergüenza de existir.

Cuando alguien no puede responder a la intimidación del otro no se trata solo de diferencia o debilidad –características que lo pueden hacer valioso o sujeto a compadecer. Hace falta un dato más, presente en todos los casos: que no pueda responder porque esa escena le resuena de tal manera que conecta con ese fantasma particular. Lo sitúa en una posición de objeto que le produce horror pero también cierta satisfacción/fascinación inconsciente. Ese goce lo divide de tal manera que lo deja paralizado como al protagonista de la novela de Robert Musil, texto canónico sobre el acoso. El joven estudiante Törless asiste a la escena del acoso a Basini impávido, molesto y al tiempo fascinado. No sabe si es por la crueldad de los acosadores o por la falta de coraje de la víctima.

En casos extremos esa objetalización es tan real que la falta de respuesta puede llevarlos al suicidio cuando la consciencia de ser una mierda o un desecho se les impone por la persistencia de la escena de acoso. El sujeto se capta allí en el momento de su desaparición.

Por José Ramón Ubieto